Por Josefina Fernández
La madre se despertó a las 5:14 de la mañana. Después de cepillarse y darse un baño más rápido que un rayo, peló los plátanos que puso a hervir para el desayuno de sus cuatro hijos y el hombre de la casa.
Luego, levantó a los dos pequeños, de 6 y 4 años, que inmediatamente pidieron su tablet. Pero ella, en un tono amoroso y enérgico, los mandó a bañarse y cepillarse por separado.
En la habitación de los dos hijos mayores, observó que el mayor, de 18 años, ya estaba levantado porque esa tarde tendría un examen en la universidad. Estaba repasando antes de bañarse y alistarse para ir a trabajar. El segundo, de 17 años, estaba roncando, y cuando iba a despertarlo se acordó de que le faltaban muchas cosas por organizar y supervisar a los pequeños. En la habitación de los niños, se percató de que las mochilas de cada uno de ellos estaban organizadas; no se preocupó por la tarea que les dejaron, ya que anoche ella misma supervisó que la hicieran.
La madre acompañó los plátanos salcochados que les sirvió a sus hijos con jamón, huevos fritos y cebolla. Mientras los niños estaban comiendo, preparó un licuado de granadillo con leche evaporada. Mientras ellos bebían el jugo, ella preparaba a toda prisa las loncheras con la merienda de los dos pequeños.
Luego entró a la habitación, buscó un sobre de pastillas para la alergia y lo introdujo en la mochila del hijo mayor. En ese momento aprovechó para despertar a su hijo de 17 años. Después de asegurarse de que todos estuvieran desayunados, entró al baño de su habitación y se dio una segunda ducha al estilo Flash. Después de secarse, hizo la tarea que más tiempo le consumía: vestirse. Tenía dificultad para elegir la ropa con la que iría al trabajo. Siempre se probaba varios pantalones, más de cinco blusas y por lo menos tres vestidos, pero terminaba usando la primera vestimenta que había probado. Luego se arreglaba el pelo y, al final, salía de la habitación a toda prisa, con el tiempo encima.
Como un relámpago, depositaba a los niños a las 7 de la mañana en la escuela y, a toda prisa, tomaba con su hijo un autobús hasta la parada del metro. Se aseguraba de que él se montara en el metro y luego entraba al trabajo.
Después de soltar la cartera en la oficina y darse cuenta de que había llegado 14 minutos antes, se acordó de que no había desayunado y bajó a toda prisa a comprar un par de empanadas completas y un jugo. Por suerte, el vendedor de las empanadas sabía que ella pasaba a la misma hora y ya las tenía calientes.
Cuando iba a darle la primera mordida a la empanada, recordó que debía llamar a su hijo de 17 años para asegurarse de que había salido al ITLA a su clase de la 9:00 am. Después de varios intentos fallidos, el hijo respondió a la quinta llamada para decirle: “Mami, te devuelvo ahora que estoy metido en un problema.”
El corazón de la madre se aceleró por la preocupación. Le llegaron cientos de pensamientos y volvió a llamar a su hijo, pero este no respondía. Su preocupación aumentó más cuando vio tres llamadas perdidas de un número desconocido. La madre, angustiada, llamó al número desconocido y, para su sorpresa, se trataba de Alicia Piera, la vecina más chismosa del barrio, que con voz alarmante le dijo: “Soy yo, Alicia. Averigüé tu número para decirte que en este momento la hija de Josefa y Clarita están peleando en el frente de tu casa por el amor de tu hijo.” La madre se sintió aliviada por la noticia, ya que no era la primera vez que dos mujeres peleaban por el amor de su joven.
Recordó que el 31 de diciembre, la profesora de literatura se embriagó en la fiesta del barrio y tuvo una pelea con una alumna por el amor de su hijo, Chayanne. Sabiendo que a su hijo no le pasaba nada, se dispuso de nuevo a comer la empanada, pero fue interrumpida por el mensajero de la institución que le dijo: “El jefe quiere verla urgente.” En ese momento miró la hora en el celular y se acordó de que esa mañana tendrían una visita internacional y que su desayuno pronto estaría en el estómago del mensajero.
Esa mañana trabajó con la intensidad acostumbrada, no pudo desayunar y, a la 1:05 de la tarde, fue a la cocina a calentar su almuerzo. Se acordó de que había dejado la lonchera de su almuerzo en casa y se vio obligada a comprar comida en uno de los comedores cercanos a su lugar de trabajo. No pudo comer toda la comida, ya que la carne estaba salada, las habichuelas tenían un sabor horrible y el arroz parecía una pasta.
15 minutos después de comer, le dieron ganas de ir al baño y, a la quinta ocasión, compró con servicio a domicilio tres pastillas para la diarrea que le calmaron por completo los síntomas.
A las 5 de la tarde salió del trabajo con destino a la universidad y, por el camino, se aseguró de que los niños ya estaban en casa.
Ese jueves, en la clase de maestría en relaciones internacionales, escuchó con asombro al profesor decir que debían hacer para el próximo martes un trabajo grupal de 60 páginas que incluyera 7 jurisprudencias de derecho internacional y 10 doctrinas. Los compañeros de ella, que eran ricos y contaban con muchos recursos económicos, le hicieron señas para que pidiera una prórroga, ya que era imposible terminar un trabajo grupal de esa magnitud en 5 días. La madre levantó la mano para hacerle una sugerencia al profesor, pero antes de darle la palabra, él dijo: “Excúsenme por decir que el trabajo es para el martes, fue un error; el trabajo es para el próximo lunes.”
La madre decidió, al darse cuenta de que el profesor era indolente y que cualquier petición de extender los días sería desestimada, que no valía la pena insistir.
A las 10:36 de la noche llegó a casa. Todos estaban dormidos excepto su hijo más. Revisó la tarea con el niño y, después de que él se bañó y se cepilló los dientes, le dijo que debía dormir. Pero el niño, que había dormido todas las tardes y no tenía sueño, le expresó a la madre que deseaba jugar con ella.
La madre le dijo que era tarde y que ella estaba cansada porque había trabajado mucho ese día.
El niño le respondió: “Mentira, tú no tabajas.” La madre, asombrada, le señaló: “Sí, mi bebé, yo trabajo. ¿No recuerdas el día que te llevé a mi trabajo y te regalaron un carrito?”
El niño, con mirada colérica, le respondió a su madre: “Ese no es tabajo, tú estabas sentada en una compotadola
. Tabajal es vender cochas, calgal bloques y cemento. No se tabaja sentado. Cuando el ayudante de mi papi estaba sentado, papá dijo: ‘Voy a cancelar a Juan, que no quiere tabaja. A ese lo que le gusta es estar sentado.’”
La madre quiso interrumpirlo, pero el niño de 4 años le ganó la batalla con una frase demoledora: “Mami, tú le dijiste a papi que claro que no podemos seguir pagando a una persona que lo que desea es estar sentado en lugar de tlabaja.”
La madre no tuvo más remedio que ponerse a jugar con el niño hasta que él se quedó dormido a las 12 de la noche. A esa hora, se puso a estudiar durante una hora más, sabiendo que al día siguiente tendría que levantarse a las 5 de la mañana.