Por Ramón Peralta
Los canales de distribución, decían los libros, eran pilares invisibles del comercio moderno: rutas silenciosas, como venas debajo de la piel de una ciudad, por donde un producto viajaba desde el fabricante hasta las manos del consumidor. Nadie los veía, pero estaban ahí, sosteniendo el mundo. Transportaban, almacenaban, conciliaban los caprichos de la producción con los deseos erráticos de la gente. Reducían discrepancias cantidad, tiempo, surtido como si mantuvieran a raya fuerzas que podrían desbordarse.
Él lo había leído alguna vez, o tal vez se lo habían explicado, pero nunca lo pensó realmente hasta aquella tarde improbable en Walmart de Newark, un sitio que olía a pasillos fríos, aire acondicionado gastado y ansiedad.
Fue ella quien quiso ir: su novia, con ese entusiasmo que solo las marcas de lujo despiertan, buscaba una cartera Louis Vuitton. Lo dijo sin vergüenza, sin cálculo, sin notar cómo el nombre de la marca cayó en él como una piedra en el estómago. Caminaba a su lado y rezaba en silencio, con esa superstición casi infantil que le afloraba cuando temía perder dinero para que esa cartera no estuviera ahí.
No por maldad. Era que sabía cuánto costaba una pieza así. Era como llevar el sueldo de un mes en la mano, como caminar con una bomba pequeña hecha de logos y costuras perfectas.
No sabía que, en realidad, lo que lo protegía no era su plegaria torpe sino la distribución exclusiva, ese mecanismo casi ritual por el cual Louis Vuitton dejaba sus carteras solo en templos elegidos. Puntos de venta inviolables. Espacios controlados que preservaban el prestigio. Nunca Walmart. Jamás el caos democrático del supermercado.
Cuando llegaron a la sección de bolsos y no encontraron ni una sola pieza de la marca, él sintió una liberación física, una corriente tibia que le recorrió la espalda. No era suerte: era el canal. Esa arquitectura silenciosa del mercado le había salvado la vida o al menos el bolsillo.
Con el alivio vino la generosidad. De golpe, con la certeza de que no gastarían cientos de dólares, se sintió capaz de invitarla a un restaurante caro. Se vio imaginando mantel blanco, copas altas, camareros con la espalda recta. Como si el dinero que no gastó hubiera creado una versión mejorada de sí mismo.
Pero ella quiso comer en McDonald’s.
Así, sin misterio.
A él le pareció un gesto tierno y extraño: desear lo sencillo cuando tenía delante la posibilidad del lujo.
Y ahí, sin saberlo, ambos cayeron en la red de la distribución intensiva, esa que pone productos en todos lados, en cada esquina, en cada ciudad, repetidos hasta la hipnosis.
La hamburguesa sabía exactamente igual a la de República Dominicana, dijo ella, sorprendida.
Esa uniformidad casi inquietante que McDonald’s cuida como un secreto de familia: cada franquicia es un espejo del otro lado del mundo. Consistencia, familiaridad, la promesa de que nada cambia aunque tú sí cambies.
Pero hubo algo que sí notó distinto, o más bien igual:
Aquí también venden Coca-Cola, murmuró ella con una decepción suave, arrastrada.
Hubiera preferido Pepsi.
La quería como quien quiere un recuerdo fiel.
Ella lamentó que la cadena mantuviera el mismo proveedor en ambos países. Él no supo qué decir. Solo recordó que en Starbucks, al contrario, había visto Pepsi. No sabía que eso también era parte de las sombras del mercado: alianzas estratégicas, acuerdos que parecían cosa de mafia elegante, decisiones corporativas que abrían mercados y sellaban lealtades.
Mientras comían, él pensó en lo extraño que era que todos esos mecanismos, los canales múltiples, el marketing relacional, las franquicias, el marketing global estuvieran ahí, latiendo debajo de sus elecciones más triviales. Como si un sistema enorme, casi ominoso, les ordenara qué podían encontrar, dónde, cuándo y a qué precio.
Como una arquitectura hecha para que nada se escapara.
En el fondo, todo se reducía a esas discrepancias que los académicos describían con palabras y frases criticas
cantidad, porque los fabricantes producían en montañas y los consumidores compraban migajas;
tiempo, porque lo hecho hoy no siempre se consumía hoy;
surtido, porque la gente quería variedad sin darse cuenta de que eso también debía ser administrado, empacado, regulado.
Y detrás de todo estaban los intermediarios, esos operadores invisibles que conocían los hábitos del mercado, los humores de la demanda, las ansiedades de la gente que quería comprar algo pero no sabía qué. Eran ellos quienes reducían contactos, negociaban, almacenaban, colocaban, y hasta cobraban slotting fees esas tarifas silenciosas, casi clandestinas, que un productor pagaba para asegurar un espacio en el anaquel, como si comprara un pedazo de territorio en una guerra sin sangre.
Cuando salieron de McDonald’s ya era de noche. La luz de los postes se reflejaba en el pavimento húmedo como si pintara un mapa de rutas posibles, de trayectos ocultos. Ella caminaba feliz, hablándole de nada en particular. Él iba a su lado pensando en la cartera que no existía, en la hamburguesa idéntica a otra a miles de kilómetros, en la botella de Coca-Cola que no podía ser Pepsi.
Y en cómo todas esas cosas las decisiones pequeñas, los productos repetidos, los sabores universales formaban la trama secreta del mundo.
Una trama que moldeaba sus vidas y sus historias sin pedir permiso.
Al final, pensó que quizá la distribución era eso: una mano invisible que acomodaba los objetos, pero también las personas, hasta llevarlas justo al lugar donde debían estar. Aunque nunca supieran por qué.
