La Operación Anti-Pulpo ha marcado el inicio de una nueva era en República Dominicana. Se podría considerar como el principio del fin de la impunidad, la cual desde antes de la fundación de nuestra República había regido como una norma culturalmente aceptada. Dolosamente perpetrada por el poder político.
No obstante, mientras unos vemos con ojos de esperanza que se comience, siquiera, a cuestionar e investigar las cuantiosas fortunas nutridas de las arcas del Estado, otros lo ven como una afrenta, una persecución, algo personal.
Los “tentáculos del pulpo” y sus abogados aparentan no entender que, el gran problema de la corrupción es que destruye la institucionalidad, generando altos niveles de inequidad que desfavorece el crecimiento social en todas sus áreas: la salud, la economía, la educación, etc.
El sociólogo panameño Raúl Leis R., en su ensayo Retrato Escrito de la Corrupción explica que “la fisonomía de la corrupción se perfila no sólo como un problema de violación de normas (ilegalidad), sino fundamentalmente como un problema de violación de valores (ilegitimidad)”.
Por eso, aunque hemos perdido nuestra capacidad de asombro, vemos con impotencia cómo quienes han incurrido en actos de corrupción se intentan burlar de la inteligencia del pueblo, que exige justicia.
Para lograrlo, los llamados profesionales del derecho (los defensores de los tentáculos del pulpo) han convertido un acto solemne como lo es una audiencia, en una especie de coloquio universitario donde se imparten clases de derecho y hasta de filosofía. Eso en el mejor de los casos. En el peor de ellos, con perplejidad vemos una gallera, donde los apostadores llenan de ofensas personales e incluso de corte “diplomático” a los contrarios. Con un descaro tan abrumador como traumático.
Y no es que hayan olvidado que el único objetivo de dicha audiencia es imputar cargos y determinar medidas de aseguramiento, sino que con sus perolatas trastornan lo dispuesto en el ordenamiento jurídico.
Con el ánimo de sembrar la “duda razonable” al juez, lo obligan a recibir nuevas clases de derecho, pero explicadas al revés.
En ocasiones, no sé si tenerle pena a Alejandro Vargas, quien investido de toda autoridad, resiste con una paciencia casi inquebrantable toda clase de irrespetos: desde interrupciones mientras habla, hasta desacato de sus ordenanzas. Y ni hablar del Ministerio Público, el cual ha sido víctima de todo tipo de atropellos, solo por poner en el paredón a quienes tanto daño han causado a los bienes jurídicamente protegidos, al Estado y la institucionalidad.
Más allá de la batalla legal que están librando los implicados en el entramado de corrupción gubernamental y lavado de activos “Anti-Pulpo”, la realidad es que hasta hace días era impensable que pudieran ser interpelados y menos aún estar tras las rejas. Esto no solo por el desfase psíquico que les hace llamar a lo malo bueno, sino porque para ejecutar cada acción ilegal utilizaron mecanismos legales para blanquear, tanto los capitales como los actos jurídicos. Pues, tal como también afirma el sociólogo Leis, “la condición sine qua non de esta actuación es el acceso a garantías de impunidad, sin ellas no hay corrupción”.
Pero ningún crimen es perfecto. Llegó la hora de hacer justicia y con eso desmontar la falsa percepción de que delinquiendo, saqueando el erario, es la única forma de progreso. No podemos seguir validando esas fabricadas historias de trabajo y autosuperación de los enriquecidos ilícitamente, quienes sin poder explicar el origen y exponencial incremento de su riquezas, nos pretenden envolver con justificaciones absurdas; permitiéndose hablar de millones de dólares en un país altamente endeudado.