En las avenidas luminosas de los informes macroeconómicos dominicanos, donde las gráficas apuntan hacia el crecimiento y las inversiones extranjeras se celebran como trofeos de progreso, se esconde una sombra silente. Una herida que sangra a puerta cerrada y que, sin embargo, se repite a plena luz del día: el trabajo infantil.
Este 12 de junio, en el marco del Día Mundial contra el Trabajo Infantil, no bastan las campañas con logotipos oficiales ni los gestos ceremoniales. Lo que está en juego trasciende lo institucional. Se trata de una deuda ética y colectiva que la República Dominicana arrastra con su infancia: un pacto roto entre generaciones.

Una reciente medición de World Vision, aplicada en marzo de este año en más de 4,300 hogares y adolescentes de comunidades vulnerables, ha revelado una verdad que escuece: el 8% de los padres y madres encuestados admitió, sin rodeos, que alguno de sus hijos trabaja. No se trata de estimaciones ni de rumores. Es una confesión directa. Y cada punto porcentual encierra historias de mochilas colgadas en clavos oxidados, de recreos sustituidos por ladrillos o baldes de agua, de infancias mutiladas en nombre de la supervivencia.
San Cristóbal y La Altagracia destacan en el mapa con cifras especialmente alarmantes: 35% y 12% respectivamente. No es casualidad. Allí donde los servicios del Estado son frágiles, donde la pobreza no es una estadística sino una forma de respirar, el trabajo infantil se instala como una práctica naturalizada. Se reproduce, se justifica, se hereda. Y lo más perturbador: se acepta.
La pregunta que golpea con fuerza no es solo por qué los niños trabajan, sino por qué tantos adultos lo consideran razonable. ¿Qué mensaje estamos transmitiendo como sociedad cuando la primera línea de protección —el hogar— es también, muchas veces, el primer lugar de vulneración?
El informe revela otro dato inquietante: cuatro de cada diez padres aún recurren al castigo físico o psicológico como método de corrección. Y solo el 4% de los adolescentes sienten que su voz es escuchada por las autoridades locales. Esta doble orfandad —la institucional y la afectiva— reproduce sin tregua el ciclo de exclusión. ¿Cómo puede crecer un país si niega su futuro más inmediato?
La Coalición de ONGs por la Infancia, una red de organizaciones que trabajan incansablemente por la promoción y restitución de los derechos de niños, niñas y adolescentes, ha sido testigo de avances importantes: diplomados en derechos de la niñez, campañas de sensibilización, certificaciones empresariales. Iniciativas como el Sello de Empresa Libre de Trabajo Infantil o la formación de funcionarios públicos son pasos valiosos. Pero aún insuficientes.
Erradicar el trabajo infantil no es simplemente cumplir con los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Es una decisión moral. Una apuesta política. Un acto de justicia. Implica, entre otras cosas, que las políticas públicas se diseñen desde y para los territorios; que los programas sociales lleguen antes de que las familias se vean obligadas a sacrificar la infancia de sus hijos en el altar de la pobreza; que los medios de comunicación dejen de contar historias sin contar a los niños.
Hay quienes siguen creyendo que “trabajar desde pequeño” forma carácter. Que “ayudar en la casa” es parte de aprender a vivir. Pero lo que está sucediendo no es una lección de vida. Es una renuncia forzada a la niñez, a la escuela, al juego, a los sueños.
El trabajo infantil es una forma de violencia. Es también una forma de olvido. Y como todo olvido, termina por volverse costumbre. Pero detrás de cada niño trabajador hay una patria que falla. Y lo que falla no es solo el sistema: fallamos todos. Cuando callamos. Cuando miramos hacia otro lado. Cuando celebramos el progreso sin preguntarnos a qué costo.
Hoy, más que nunca, el país necesita escuchar su conciencia. Porque lo que está en juego no es una estadística ni una fecha en el calendario. Es el alma misma de la nación.