Cuando muere un ser querido, nuestras almas languidecen cargadas de la esperanza de que solo sea un mal sueño.
Qué puede doler más? Saber que jamás podremos volver a verlo, o el hecho de no haber expresado lo que sentíamos o queríamos en el momento justo.
Sabemos que algún día la muerte llegará porque así lo establecen las leyes divinas. Nacemos, crecemos y morimos, igual que las plantas y los animales.
La muerte es parte de la vida misma. Sin embargo, morir de una manera vil e injustificada provoca sentimientos encontrados entre la ira y la impotencia.
Es difícil ante la muerte a destiempo de una persona amada describir el reconcomio, o frenar el luto. Es una quimera aquietar el oscuro vacío en el que caes cuando ves a tu ser querido en un féretro.
Lloramos de impotencia por la despiadada muerte que se lleva la vida, nos derrumbamos ante ésta realidad que siempre preferimos esquivar.
El dolor de la muerte no es un hecho fácil de asimilar, llega esta palabra que no quisiéramos que existiera, la resignación…aquella que esconde el dolor, aunque no cura la tristeza, ni borra los recuerdos.
Hoy abracemos la muerte, enfrentemos lo irrevocable y analicemos hacia dónde vamos como seres humanos, como familia, como pueblo.
Aprendamos a respetar la vida y esperar la muerte…. Pero esa que llega por vejez y no por disposición de los hombres.